L’enfant terrible.

Mi infancia vivía
en los atardeceres de verano
con la caricia del sol sobre el esparto.

En las manos cansadas sirviendo platos
llenos de orgullo y trabajo.
Arrugas de vejez,
de penurias en el 42,
dolor y alegría.

Vientre marchito,
mirada atenta.

«Niños, se os va a enfriar la cena».

Mi infancia vivía en el remolino que forman las hojas
los días de levante.
En las gotitas de agua secándose sobre las pieles morenas.
Bicicletas bajo tormentas estivales.
Y chapuzón.

Mi infancia vivía en la paz de las cuatro de la tarde
sobre los ojos cerrados de mi abuelo.
En las risas de sus nietos, el patio, los árboles, los olores.
En también sus llantos, la piedra, el naranjo, el almendro;
jazmín y romero.

Mi infancia murió
cuando nadie regó los naranjos,
ni los almendros,
cuando dejó de recogerse la leña para el invierno,
cuando el brillo en los ojos se extinguió
entre las cenizas decrépitas de la chimenea.

Mi infancia murió cuando la calidez
dejaron de propiciarla las manos cansadas
y sólo pudimos conformarnos con la puestas de sol.

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